Ante la
mirada absorta de su hijo, una pareja embriagada de amor baila al son de Mr.
Bojangles, de Nina Simone. La escena, mágica, vertiginosa, sólo es un recuerdo
más de los muchos que brotan de la memoria del protagonista de la historia, que
rememora una infancia marcada por la excentricidad de unos padres adscritos a
un estilo de vida ajeno a toda convención social. El padre, la vitalidad hecha
persona, no concibe una vida sosegada y monótona —hasta el punto de
«rebautizar» a su mujer con un nombre diferente cada día—, y la madre, capaz de
interpretar todo tipo de papeles con la convicción del ilusionista más avezado,
hace de la rutina familiar una fiesta perpetua, un espacio donde sólo caben el
gozo, la fantasía y la amistad. Sin embargo, poco a poco, empieza a entreverse
que este universo lleno de poesía, de quimeras, de momentos maravillosos, se
asienta sobre un precario sentido de la realidad, y que, cuando las canciones y
los sueños toquen a su fin, el despertar puede ser muy doloroso.