Hay una manera de ser de pueblo
como hay una manera de ser de ciudad. En la ciudad las cosas cambian de prisa;
los altos edificios, las luces y los automóviles que no cesan, esconden como
pueden el apresuramiento atontado de la multidud, los gozos -si los hay- y las
penas, si te paras a pensar. Una ciudad pesa tanto que da pavor pensar en ella.
El pueblo está ahí, sumiso, apagado, mezclándose cada vez más con el color de
la tierra. ¿Que han pasado cuarenta y ocho años y vuelves de las Américas? ¿Y
qué? En Castilla no se cuenta por años sino por siglos, y allí estarán
esperándote, todo igual, las casas, los árboles, los campos agotados, las
gentes envejecidas, el arroyo que pasa entre cañizos y el polvillo de la trilla
pegado a los muros. Miguel Delibes sabe amar y sufrir su Castilla tan sola y
nos transmite en el primer relato de este libro la vuelta del emigrante a su
tierra, porque ser de un pueblo es un don de Dios. En la pequeña historia La
cada de la perdiz roja habla del Barbas, viejo filósofo castellano, escéptico y
enraizado a la tierra que conoce sin casi saberlo, las gentes y las perdices, y
si no hay más remedio dialoga con el autor. Diálogo claro, bello, que parece
venir rozado por el viento del fondo de los siglos.
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